Para ello, el diseñador de interiores debe escuchar el espacio, empaparse de su luz y de toda la historia que emanan sus paredes. Debe comprender las necesidades del cliente y captar el estilo de su forma de vida para traducirlo en una distribución adecuada con los elementos idóneos dispuestos de forma que faciliten su uso y a la vez ofrezcan un amplio abanico de sensaciones relativas a la armonía, el confort, la elegancia, la sorpresa.
Crear espacios bellos significa elegir con cuidado el revestimiento de sus paredes, pero también incluye pensar en cómo se van a iluminar, qué temperatura queremos que se perciba en ellos y qué efectos vamos a despertar en el usuario.
Por eso, el interiorista debe ser sensible, saber ver y saber escuchar, pero también debe conocer las soluciones constructivas que el mercado ofrece, sus precios y particularidades, y estar atento a las novedades y avances del sector. Al mismo tiempo, un buen interiorista también debe ser capaz, en determinadas situaciones, de transgredir los materiales para emplearlos de forma distinta a la que en principio se podía esperar si con ello logra un resultado funcional, estético o sensorial mejor.
Por último, el proceso de crear un espacio no debe perder de vista toda la normativa y legislación que le es aplicable, así como tampoco debería obviar las limitaciones técnicas de cada solución constructiva adoptada.